La ciudad de los pozos
David Alegría Suescun. Doctor en Historia. Artículo publicado en Diario de Noticias el 30.9.2018
Con ocasión de las excavaciones arqueológicas y actividades organizadas en torno a los pozos del Rincón de Pellejerías y del cercano espacio que actualmente ocupa el edificio de Muebles Apesteguía se pone de actualidad el tradicional sistema de abastecimiento de la antigua población de Pamplona gracias a sus numerosos pozos. Tantos fueron éstos a lo largo de los siglos que podríamos calificar a la Pamplona antigua como la “ciudad de los pozos”. Se tiene constancia de la existencia de numerosas fuentes, pozos y manantiales utilizados desde antiguo en la ciudad, tanto dentro como fuera del recinto amurallado, para abastecer de agua. Los aljibes y cisternas pluviales constituían una buena solución, pero las aguas provenientes del cielo no eran del todo regulares.
Requerían además una buena red de canalizaciones, almacenamiento y, sobre todo, una cuidadosa organización de vertidos que no afectaran a terceros, tareas no siempre fáciles. Otra alternativa para proveerse del líquido elemento era la oferta superficial de ríos, regachos, balsas, fuentes y manantíos naturales, abundantes todos ellos en la cuenca pamplonesa. Este segundo sistema desde luego no era nada desdeñable. Sin embargo implicaba dificultades como el peligro de salir extramuros, las cortapisas jurídicas sobre la propiedad y explotación de las aguas y especialmente el encarecimiento y las limitaciones de transporte. Por contra, los pozos representaron una de las formas más sencillas, seguras y cómodas para recibir agua, al igual que para su evacuación a través de los llamados “pozos negros”. El autoabastecimiento que proporcionaban resultaba fundamental en caso de asedio al no depender de las lluvias ni tener que salir fuerapuertas de la ciudad. No parece corresponder a Pamplona, como lo es para otras ciudades peninsulares, que el elevado número de pozos detectados en sus calles desde tiempos medievales estuviese directamente relacionado con el potencial de sus actividades profesionales y rango social de su población, sino que más bien respondería a cuestiones puramente demográficas, urbanísticas y, sobre todo, prácticas por la facilidad de alcanzar la capa freática con una simple profundización.

Contar con un aporte más o menos continuo de agua confería además prestigio social a los barrios y casas particulares que disfrutaban de un pozo. En este sentido los brocales se solían engalanar suntuosamente como muestra de abundancia y prosperidad del vecindario, si bien en Pamplona no hemos encontrado tan acusada esta costumbre cuyo afán desmesurado en otras localidades derivó en gastos luego inasumibles. Parece que imperó un criterio funcional y de servicio seguro para sus fuentes y pozos hasta la eclosión de fines del siglo XVIII. Entonces el frenesí ilustrado de la época impulsó la conocida traída de aguas desde Subiza y sí que trajo, como no podía ser menos, las bellas fuentes academicistas diseñadas por Luis Paret, todo un símbolo y emblema de los nuevos tiempos y por ende de la ciudad. No hay certeza histórica de cuál puede ser el pozo más antiguo de la ciudad y de su número total. Probablemente desde la fundación romana se aprovecharía la generosidad hídrica del subsuelo pamplonés. Muchas calles, rincones o sótanos del casco antiguo disponían de un ejemplar. Hasta 500 pozos se contabilizaban según algunas fuentes en la Pamplona antigua. Ya a finales del siglo X el famoso texto De Laude Pampilone ensalzaba la vitalidad del nivel freático pamplonés. Esta laus, aunque de compleja traducción, inserta en el Códice de Roda decía que en la vieja urbe había tantos pozos como días tenía el año. Algo de cierto habría en aquella hipérbole hídrica. En el siglo XVI buena parte de la población podía surtirse de pozos públicos, repartidos prácticamente por toda la red urbana, amén de los privados en casas adineradas, iglesias y hospitales. Para 1870 tenemos datos específicos de un recuento de pozos llegando a sumar por entonces hasta 348 brocales. Probablemente el asedio carlista de 1874-1875 apremiaría la apertura de nuevas instalaciones.
Esta amplia presencia de pozos en cada esquina pamplonesa queda corroborada por la aparente escasa actividad de los aguadores. Es cierto que aparecen documentados, como algún personaje célebre tal que Esteban “el gran Pintamonas” de fines del siglo XIX, pero no alcanzan el protagonismo en la vida económica y social registrado en otros núcleos de población peninsulares como Toledo o Sevilla de mayor carestía de agua. Por el contrario otras figuras similares como el denominado “vastax” o barrendero que cuidaba la limpieza de las calles y belenas pamplonicas desde tiempos medievales, son figuras mejor reconocidas y retribuidas.
Como ya hemos comentado el aporte de estas perforaciones podía ser efímero. Se abandonan al instante en cuanto dejaban de manar sus aguas. Tenían una vida útil limitada. Se iban abriendo otros túneles verticales a pocos pasos, resultando un extraño paisaje horadado. Los pozos medievales localizados en las excavaciones de la plaza del Castillo rompían las estructuras romanas en una desesperada búsqueda del preciado tesoro. En algunos casos los pozos de agua de boca llegaron a quedar apuradamente próximos a pozos negros y desagües, como en el caso de los descubiertos en la plaza San Francisco, donde antiguamente confluían algunas conducciones de aguas residuales. Difícilmente a estos pozos pamploneses se les podría atribuir propiedades curativas tan señaladas en otros casos.
La traída de aguas desde Subiza en los años 1788-1800 a distintas fuentes públicas, las crecientes dudas sobre su salubridad y las nuevas exigencias de tránsito por las rúas pamplonesas supusieron el final de actividad para la mayoría. Los pozos públicos se desplazaron, taparon y/o rellenaron. Los vecinos ya no se ocuparían de mantenerlos colectivamente. Se pasó a pagar entonces al Ayuntamiento por el llamado “impuesto de las fuentes”, a abonar según los metros lineales de cada casa.
En la actualidad muchos pozos siguen empleándose, a pesar de las advertencias sanitarias y el capricho de las aguas que los hace aparecer y desaparecer. Las rehabilitaciones de edificios, bodegas y locales del casco antiguo los rescata por doquier del olvido, en muchos casos integrándolos en el resultado de las obras. Suelen ser de sección circular con un diámetro variable. Los de boca pequeña apenas alcanzan el metro, suficiente para permitir el descenso de una persona para limpiarlos, labor fundamental que se realizaba periódicamente. Los de gran formato y capacidad superan los dos metros de boca, como los de las calles Pozoblanco y Calderería. Todos fueron labrados en mampostería. Salvo excepciones, alcanzan pocos metros de profundidad dada la superficialidad de las aguas. En la mayoría de los casos han perdido los antepechos de piedra y las poleas. Aparecen colmatados de escombros. Se protegían con tapas y cierres custodiados por las autoridades.
Pozos castizos
El pozo por excelencia en Pamplona es el de San Saturnino, al pie de la iglesia homónima. Es el pocico. Una placa señala con letras doradas que “aquí está el pozo con cuya agua, según tradición, bautizó San Saturnino a los primeros cristianos en esta ciudad”, entre ellos al senador Firmus y a su hijo Firminus, futuro San Fermín. Sin embargo, las campañas arqueológicas de hace años parece que no depararon grandes resultados más allá del siglo XVI. En el siglo XVIII tenía un porte monumental, como se puso de moda en la época. Según se describía por entonces, su cubierta era como media bola de argamasa, sobre cinco columnas, debajo de las cuales está el brocal: muestra mucha antigüedad, aunque encima hay una cruz de piedra. El conjunto superaba los seis metros de altura. En el archivo municipal se conserva un plano del antiguo diseño atribuido a José Pablo de Olóriz, perito del Consistorio, del año 1773. Víctor Hugo en 1843 decía que tenía la figura de un santo. En 1857 se arrimó a un costado de la calle para mejorar la circulación. De acuerdo con el erudito Pedro Madrazo el aporte acuífero de este pozo se llevó poco después a una fuente en una esquina próxima. Quedó una placa en el suelo que se cambió en 1891 por la que hoy conocemos. Actualmente se conserva el propio cilindro de piedra excavado en la tierra y perfectamente cerrado con la mencionada tapa de registro. El pozo es planta circular con 12,5 metros de profundidad.
Otro de los pozos más conocidos es el llamado de la Salinería, en la elocuente calle Pozoblanco. Aparece citado en la segunda mitad del siglo XV. En la centuria siguiente se le califica de “pozo grande”. Cuenta con 6,5 metros de excavación. Se han barajado varias hipótesis sobre el epíteto blanco. No parece probable su función como nevera. Pudiera ser por el color del brocal original. También se ha relacionado con la sal que se comercializaba en un viejo torreón cercano en la calle Zapatería. Las mejoras de la circulación obligaron a clausurarlo en 1870. Con las recientes obras de peatonalización y construcción de la galería de servicios subterránea se redescubrió en mitad de la calle en el año 1996. Sus restos se conservaron bajo un grueso cristal definitivamente tapado desde 2004.
Más pozos con gran sabor popular son, por citar algunos, el de un patio particular en la calle Redín. Probablemente abierto en el siglo XV, pertenecería a una de las casas de la canonjía. Se anuló hace ya más de un siglo, quedando un elegante brocal en piedra de grandes sillares. Muy pintorescos resultan los pozos claustrales como el de la Catedral. El instalado en el patio interior de la Cámara de Comptos, edificio gótico de los siglos XIII-XIV, resulta un ejemplar de preciosa factura. No hace mucho apareció un llamativo pozo de agua en el primer tramo de la avenida Carlos III, junto a los restos del convento de los Carmelitas Descalzos de los siglos XVII-XIX. El pozo de Zugarrondo, sito en la plazuela triangular de Navarrería, seguramente quedaría a la sombra de aquel gran olmo que bautizó el lugar. Tenía una tapa de hierro que se cerraba a la noche. Es fácil imaginarse la escena de descenso e izado del correspondiente pozal compartiendo tertulia en torno al brocal. No muy lejos, en la calle Mañueta, se pleiteó en el año 1578 porque un antiguo pozo vecinal había quedado dentro de una casa particular. Conocemos la existencia de más pozos que pudieran tener origen medieval, como los localizados dentro de establecimientos comerciales de la esquina calle Mayor-Eslava, varios en San Nicolás y en Estafeta, uno de ellos con 8-9 metros de profundidad.
Una de las zonas por lo visto mejor abastecidas por medio de pozos de la ciudad sería la llamada Pobla Nova del Mercat (actual plaza de la Virgen de la O). La cofradía de labradores allí asentada ya aprovechaba un pozo en el siglo XIII. En época moderna se añadieron otros tres ejemplares, sin contar ascas, abrevaderos y fuentes próximas. Un plano de 1640 señala cuatro pozos entre el trazado urbano de este espacio pamplonés. Quizá la etimología euskérica de algunas de sus calles como Urrandinda, Urainodia y Urrea derive de “ura”.
Tenemos noticia de accidentes ocurridos en alguna de estas construcciones. A la conocida como “pozo de los jacobinos” cayó un pobre desgraciado en el año 1377. La de la llamada “Torre del Rey”, emplazada en el espacio actual entre la plaza San Francisco y convento de las Salesas -aunque hay dudas sobre si este pozo en cuestión pudo estar en realidad en el palacio real, hoy Archivo General de Navarra-, representaba un verdadero peligro. Se cubrió en 1400 no sin antes haber caído y muerto en él hasta “tres pajes y varias gallinas” como anotaron los registros contables del momento.

Los hubo también fuera del recinto amurallado. Uno de los más destacados y por estudiar sería el aparecido en 2004-2005 y posteriormente tapado en la zona de los Corralillos del Gas. Este pozo rochapeano resulta de sugerente factura y labra simétrica, con un uso desconocido. Sus dos arcos de medio punto y bóveda pudieron pertenecer a una red más compleja de abasto y suministro. Otros pozos daban servicio a la guarnición de la ciudadela. Pero tal y como recoge Juan José Martinena sus aguas no gozaban de buena calidad, especialmente en el período estival, precisamente cuando más se necesitaban. Una leyenda urbana afirma que hubo un depósito de armas subterráneo en las inmediaciones que contaminó las aguas del manantío de la fuente del Hierro, de ahí su sabor y nombre.
Los pozos de Pellejerías
Las Pellejerías, coincidente con la actual calle Jarauta, era el barrio de los pellejeros, aforradores y manguiteros de la ciudad. Para sus labores necesitaban lógicamente un aporte importante de agua, así como garantizar un buen desalojo de la residual. En 1366 las casas de este enclave del burgo de San Cernin acogían 47 fuegos que en el año 1427 ascendieron a 62 hogares. Según Juan Albizu en su artículo sobre el citado barrio publicado en 1945, este pequeño núcleo interurbano disfrutaba de las aguas de tres pozos comunales. Es probable que no se abrieran hasta finales de la Edad Media y comienzos del siglo XVI. De hecho entre el patrimonio registrado por los libros de cuentas del citado barrio para los ejercicios 1399-1430 y 1431-1445 figuran bienes inmuebles como viñas, casas, huertos, pero nada se dice de pozos. Tampoco se menciona nada alusivo a los más que seguros gastos de conservación que acarrearían.

Los pozos de época moderna que cita Albizu tenían antepecho de piedra, alrededor empedrado, tapa, polea y cadena para extraer el agua. Las ordenanzas del momento recogen el cierre de sus brocales por la noche para evitar contaminaciones, extorsiones o robos. De acuerdo con los libros contables sabemos que se mantenían regularmente y que limpiaban cuatrimestralmente. Los mayorales del barrio eran los encargados de su cuidado, al parecer con un alto grado de organización interna y cumplimiento. También se procuraba el buen desalojo de las aguas residuales. En el siglo XVII constan procesos para evitar vertidos de aguas pluviales e inmundicias desde las calles aledañas a la belena de Pellejerías. La festividad de la patrona del barrio, Santa Ana (16 de julio, cuya imagen se aprecia en una hornacina cercana en recuerdo de la antigua basílica), se celebraba entre otros actos con música y bailes en torno a los pozos, puntos habituales de reunión y encuentro del vecindario. Como hemos visto para otros casos, los pozos de las Pellejerías cayeron en desuso con la traída de aguas desde Subiza en los años 1788-1800 que garantizaba siquiera precariamente un suministro hídrico de mejor calidad. Los vecinos del barrio ya no se ocuparían de mantenerlos colectivamente. Se pagaría entonces al Ayuntamiento el llamado “impuesto de las fuentes” a abonar según los metros lineales de cada casa.
Hoy día se conservan dos pozos de captación de aguas en el centro del solar del Rincón de Pellejerías. A pocos pasos y en el transcurso de las excavaciones del palacio del Condestable varios aparecieron en el año 2006 -uno de ellos restaurado en el patio-, así como una noria de sangre que ayudaba a la extracción del agua más profunda. Ojalá las intervenciones arqueológicas en curso obtengan buenos resultados en estos pozos, un deseo que lanzo cual moneda arrojada a su fondo.