Ríos vivos
RIOS VIVOS
Alejandro Martínez- Abraín Revista Quercus. Cuaderno 378. Agosto 2017
*Artículo que complementa el titulado «La demolición de la presa de Igerizarreta en Ituren» de VM Egia publicado en esta web ( Iritzia)
Los habitantes de las ciudades del siglo XXI tenemos una imagen bastante idealizada o estereotipada de los ríos. Entre otras razones, porque ya no mantenemos, como en el pasado, una convivencia tan estrecha con estos peculiares ecosistemas. Si, nuestra visión de los ríos está cuajada de mitos por falta de un contacto real con ellos. Además, los hemos conocido tras el desarrollo de las grandes ciudades y sus correspondientes polígonos industriales, de manera que ya estaban contaminados y degradados. El actual enfoque idealizado imagina a nuestros ríos con propiedades sencillamente opuestas a las que hoy tienen los cauces fluviales que consideramos degradados. Veremos si es acertado o no ese razonamiento por oposición, tan habitual entre los conservacionistas, y que matices pueden modularlo.
Los ríos bien conservados son de aguas transparentes
Un rio con aguas negruzcas o espuma en los remansos despierta en la mayoría de la gente una sensación de rechazo, al menos, de alarma. Los ríos en estado prístino han de ser de aguas transparentes, reza nuestro mantra. Una escena, sin embargo, que solo es propia de las cabeceras donde las aguas aún no han tenido tiempo de cargarse de exudados vegetales. Los taninos, por ejemplo, son sustancias orgánicas que las plantas han desarrollado a lo largo de su evolución como defensa a los herbívoros. Suelen ser hidrosolubles y se mezclan fácilmente con el agua dotándola de un color opaco. Los ríos con aguas oscurecidas debido a este proceso no están contaminados sino sanísimos, pues deben contar con un bosque de ribera a su alrededor.
Lo mismo sucede con esas espumas que a veces vemos en las zonas turbulentas. La espuma es solo una fina capa globular de líquido que encierra algún gas en su interior (normalmente aire) y puede producirse por fenómenos naturales, no solo como consecuencia de la depuración de aguas residuales. Puede aparecer por aportes espontáneos de materia orgánica y lo mismo ocurre en el mar, donde habitualmente se denomina “resaca marina”. La espuma marina es el resultado de una interacción entre episodios biológicos, como las explosiones de plancton, y procesos fisicoquímicos que alteran la tensión superficial del agua. Por otro lado, el viento puede moveré esas espumas a las zonas remansadas o resguardadas, tanto de ríos como de costas.
No obstante, son muy llamativas y tiene sentido que las asociemos a contaminación, porque por desgracia hemos convivido con ella. Pero no siempre es así, y cada vez menos. Los ríos siempre han tenido espumas, sobre todo los que discurren por cuencas ricas en materia orgánica. Un ejemplo paradigmático es precisamente el rio Negro, el mayor afluente del Amazonas, que recorre tierras de Colombia, Venezuela y Brasil.
Los ríos bien conservados no tienen barreras
Un mito aún más extendido que el anterior es que el agua de los ríos corre libremente y cualquier obstáculo va en detrimento de su biodiversidad. Esta visión fluyente se debe a dos contingencias históricas, una más reciente que la otra. Durante nuestra larga etapa de vida agro-silvo-pastoril convenía mantener a los ríos corrientes para prevenir indeseadas inundaciones, de manera que se retiraban los árboles caídos. Además, muchos bosques de ribera habían sido reducidos a su mínima expresión para aprovechar los pastos de las orillas y no había, por tanto, demasiados árboles que pudieran caerse por viejos o a causa del viento.
Más recientemente hemos vivido al margen de lo que me gusta denominar “la era del castor”. Los castores eran los grandes ingenieros hidráulicos de nuestros ríos y tenían un efecto apreciable sobre ellos. Son roedores gigantes, solo superados en tamaño por los capibaras de Sudamérica. Los roedores surgieron hace unos 75 millones de años y son un grupo de gran éxito, ya que representan el 40% de los mamíferos, y han sido capaces de colonizar todo tipo de hábitats. Los castores, en concreto, son un elemento clave de los ríos pues cumplen tareas eco sistémicas equiparables a las de elefantes o termitas en la sabana africana. El género Castor solo incluye dos especies actuales, el castor norteamericano (Castor canadensis) y el castor europeo (Castor fiber), presente en la península ibérica hasta hace unos pocos siglos. Los castores abaten árboles de ribera, construyen presas con ellos y, en condiciones favorables, los lagos resultantes pueden medir kilómetros. De hecho sus barreras son la mayor construcción de un animal terrestre.
Los lagos que crean introducen heterogeneidad en las cuencas fluviales, bien recibida por una hueste de plantas y animales que prefieren las aguas remansadas a las aguas corrientes. Entre sus beneficiarios estarían las nutrias, que a la más mínima oportunidad nos demuestran cuan felices son en aguas calmas. Bien pensado, las condiciones ecológicas de los ríos son muy exigentes y solo pueden habitarlos un puñado de especies altamente especializadas. Por el contrario, las aguas mansas son más habitables y hay muchas especies capaces de colonizarlas.
El caso es que, durante nuestra pasada vida rural, llenábamos los ríos de pequeñas represas y canales de derivación para alimentar acequias, molinos y batanes. Unas represas que poco tenían de negativo y mucho de sustitutas de las barreras que antaño construían los castores. La idea de eliminar ahora cualquier tipo de barrera no es necesariamente positiva para los ríos. No hablo de las grandes presas, que requieren costosos dispositivos para permitir el paso a los peces migratorios. Muchas de ellas son prescindibles o están obsoletas y el actual movimiento mundial para eliminar grandes presas traerá muchas consecuencias positivas. Sin embargo, a menor escala, haríamos bien en estudiar individualmente cada pequeña barrera antes de tomar una decisión radical sobre su permanencia. A veces las opciones intermedias, como las presas que solo están activas de forma temporal, pueden ser una solución biológicamente óptima y de consenso social. La razón suele estar en el término medio.
Los ríos bien conservados cuentan con bosques de ribera
Solemos pensar que, como antaño eliminamos la mayor parte del bosque, todo lo que sea recuperación forestal es algo positivo. Sí, pero con matices. No hace falta convencer a nadie de las bondades archisabidas del bosque de ribera. Son muchas las campañas de concienciación que se han organizado para que lo tengamos bien internalizado: protegen las orillas, oxigenan el agua, reducen la temperatura con su sombra y sirven de refugio y corredor tanto a la flora como a la fauna. Pero, si profundizamos un poco, veremos que en torno a los lagos de los castores no debía quedar un árbol ribereño en pie y que esas zonas estaban expuestas a una alta insolación. O sea, que había reservas de agua, de mayor o menor tamaño, someras y bien soleadas. No se puede pedir un mejor cazadero si uno es depredador de sangre fría como las truchas, aunque estén encantadas de disponer de zonas umbrías para reproducirse. Necesitamos tramos soleados donde su cuerpo pueda alcanzar la temperatura necesaria para activarse y cazar. Así que un rio bueno para las truchas ha de tener ambos ambientes, no una sombra continua.
En el pasado la gente quería tener truchas en los ríos y, a propósito o no, las conseguía al favorecer la existencia de zonas soleadas que se abrían al eliminar parte del arbolado de ribera. Como en el caso de la agricultura, que sustituyó en la labor desbrozadora a la gran fauna de mamíferos herbívoros heredada del Pleistoceno, la actividad humana ha asumido funcionalmente la tarea decisiva de los castores en los ríos europeos. Ahora equiparamos erróneamente el concepto de conservación con dejar a los ríos intactos. Pero, al menos desde el Mioceno, nuestros ríos han tenido tumbadores de árboles, constructores de presas y gestores de la diversidad. Si nuestro afán es que los ríos estén rebosantes de vida, haríamos bien en no perder de vista esta fundamental pieza de información. No sé si los castores caben o no en los ríos ibéricos del siglo XXI, pero desde luego imitarlos no costaría nada. Lo otro, imagino que el tiempo lo dirá.